La Villanela de Sealtiel Alatriste

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La Villanela de Sealtiel Alatriste
Pedro Poitevin
Lo mío son las citas al cuadrado,
la admiración voraz, el homenaje,
el Sturm und Drang, el arte delicado.

¿Y qué más da que venga el trasnochado
Guillermo Sheridan y desmigaje
lo mío? ¿Son las citas al cuadrado

de Henry James, en su opinión, pecado?
¿Acaso no repara en el encaje,
el Sturm und Drang, el arte delicado

del énfasis, del plagio transformado
en sitio literario, en abordaje?
Lo mío son las citas: al cuadrado

lo he de llamar cuadrado permutado,
así por fin entienden el doblaje,
el Sturm und Drang, el arte delicado.

El Xavier Villaurrutia me lo han dado,
entre otras cosas, por el maquillaje.
Lo mío son las citas al cuadrado,
el Sturm und Drang, el arte delicado.





SER A MARES






Ánimo. Y, de sal, la musa leve

remata, se desata, me marea.

Rayo ave, un anular acá desea.

Raya, niña de sal, ser a las nueve

Satán o su saeta. Ser amor,

oca, velero. Ser gala de veras,

oro y amor casero, las aceras,

areca, sal. Oré sacro mayor.

Osaré. Ved al agresor: eleva

coro, mares. Atea su sonata,

se ve. Un salar es. La sé dañina.

Ya rae seda cara, luna nueva.

¿O ya raerá? Me mata. Se desata,

Me revela su mal: la sed. ¡Y omina!
Fuente: 

Ciudad - poema de Fernando Andrade Cancino

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Fernando Andrade Cancino 



C  I  U D  A  D



Burbujas Urbanas: Mundo Wild
En la distancia no hay nada,
imágenes que no cuentan,
ausencia de todo en la multiplicación de las cosas;
casas, edificios, tinacos y cubos
pintados de asoleada cal, metros de intemperie vacía,
asfalto y cemento, copas de árboles
como edificios verdes que erige la tierra.
El universo es una flama que ciega, que apaga
pero antes hiere.
El poema es algo incomprensible, no es otra cosa.
Poesía es tu lengua
en mi boca besadora.

La tarde me ladra en la azotea
un ruido se escucha junto el último brillo de cielo;
sonido de camión, mofle y acumulador.
Cómo tocarte la cara, el alma,
tomar con mi mano tu ser y apretarlo junto al mío
con la tranquilidad que apacienta la vida
cuando se ama como yo a ti.
Para decirte lo que digo no bastan las palabras
ni pensamientos para pensarte mío
o tu mano en mi mano para sentirte
no basta nada para emitir el soplo que te dé la vida.
Nacerás de mí mientras crezco en ti
como tu idea viviré
recién parido.

Vivo extrañas transubstanciaciones
suspenso en signos y señales,
ahíto de deleites implacables,
con ideas que persisten en mi memoria.
Soy vestidura y forma, actitud y sueño
que en la soledad habitan,
poblando de fantasmas mi existencia.
Nombre que no me nombras,
nombre de la nada,
penetras hiriendo mi corazón
enjambre de luces, colores y latidos
en el azul infinito.

Manjares para festejar el advenimiento
música que levante el ánimo -vino tinto-,
panecillos en el horno, sábanas limpias,

deseos de sentirse llanamente y sin culpa,
como lechuga lavada en el rocío mañanero.
Cabellera enjabonada bajo el chorro
de la regadera.
Sopa de ajo, toalla y espejo.

Cierro los ojos y enciendo la noche
hálito de luna, rubor de luna, pulsaciones.
Mi corazón palpita, la vida permanece.
Lejos quedan los ruidos de camiones.
En el canto de las sirenas
Sodoma y Gomorra son elementos de la poesía
como el fuego lo es de la materia.
En los ojos zarcos del rostro que amo
ardo de deseo.

Mis sienes son calurosas alas
cuando duerme la ciudad
como niño recién nacido.
Regreso sobre las mismas azoteas
toco los barandales de la muerte y escribo:
“La visión del arte es la superficie de lo real,
cáscara de naranja en un bodegón de sombras,
piel velluda de niña con luz que dora
sus cabellos”.
La poesía permanece intacta –estéril-, virgen
no redime, no alienta, no evoca,
es un caracol envuelto de noche
en un rectángulo de agua, un guiño de ojo
el optimismo del náufrago al morir.

La urgencia amatoria tiene poco que ver
con mi mirada perdida en el horizonte
polvoriento y radiante de esta ciudad.
Esta suspensión simultánea a un deseo,
este orgasmo contenido, punto decimal de la memoria,
es un blanco que lleno de deletéreas cinceladas
un hondo blandir de mi ser que lo ejecuta.
Soy la urgencia del desvelo –sueño-, del deseo satisfecho.
No soy Dios ni el hombre que evoca la palabra hombre,
nada lo hace, casualmente soy.

Los ruidos de los camiones bufan, asustan
me persiguen como elefantes, son estruendos de catarata.
En la azotea -banqueta y asfalto-,
la copa de un árbol me invita al suicidio.
Otras azoteas –tinacos enmohecidos-, me distraen
al mirar el horizonte –perdido-,
ensimismado.

Dos poemas de David Anuar

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David Anuar 

Participante del V encuentro México Joven, 2012


David Anuar (Cancún, Quinta Roo)
Foto: Mario Z. Puglisi




Del plaquete

E R O G R A M A S



Navaja del corazón
Nada queda de mí después de este amor.
Jaime Sabines 


lepra
desesperanza
tengo las manos llenas de semen

lengua
acidez sedienta
lagos de ausencia me cierran la garganta

jadeante
agotado de agua
ando desparramado fuera de mí

sida
muerte sobre muerte
cataclismo nocturno de la carne

pubis
erograma último
del hombre moribundo

amputado
cuerpo sin cuerpo

adiós
..
.

Introito

No es agua ni arena
la orilla del mar
José Gorostiza
Erogramas de cuerpos mudos
Chupamirtos nos florecen en la piel                                      en agonía de estuarios invertidos
   Nunca fuimos el polen del olvido                                      ni el resonar callado de un lago
 Fuimos la hebra del hielo derruido                                      el fluir lacrimógeno de un río
El trazo ambiguo de un crótalo marino                             la indefinición del agua al filo
El sendero del mar sobre nuestros muslos                     y la muralla de placer cristalino


Erogramas de cuerpos mudos
La dialéctica entre gemido y llanto agudo
Fulguraciones de nosotros mismos en la sangre del papiro



Tejedora de sueños

Verbo:
tu palabra me hace libre
terca
valiente con la ele y la te como escuderos,
sensible
racional
amante
tejedora de sueños
hacedora de interrogantes
con tus signos juego
junto sílabas
conjugo todos los verbos
he cantado desde niña:
“a la víbora víbora de la mar
de la mar
mar mar mar . . . ”
para después con frenesí
buscar lo profundo en tus océanos
descifrar tus designios quiero
y cada madrugada sucumbo ante el intento
El día que se acaben las palabras
Ahí me quedo.

Poemas de Mario Z Puglisi

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MARIO Z PUGLISI
Jalisco, México

                                 El Impulso de Tocarlo Todo

Descansa aquí, sobre de mí el impulso de tocarlo todo,
   de saciarme de volutas las vocales cuerdas,
de llenarme de lagos confundidos entre rocas,
de sentir lo inaccesible, golpe a golpe de la gota forastera,
 de acceder en los mares como lo hacen las gaviotas curvas y oxidadas;
      es el sólo impulso de llevarse al olvido un puño de tierra,
de tocar desnudos la ausencia de amor de nuestros padres,
 de aceptarlo todo, en silencio, cada vez que nos habita el desconsuelo.

Algo en mí se sabe tan pequeño, tan finito
       tan geométrico, sinódico y urgido de saltar abismos.
Algo en mí me duele, algo que me cubre todo

y al tornar me dice al verme: nadie.
La distancia que se cimbra entre palabras y palabras
   es la justa ecuación que resuelve laberintos,
por nuestra necedad de cesura extensa
  en los versos que delatan los márgenes de nuestros sueños.

Mis brazos recorren con sus ganas circulares las praderas
 queriendo cosechar cada sorpresa en grano,
               los asombros que se quedan esperando en nuestras huellas,
y entonces se levantan
          cuando sienten montes y montañas traicioneras
tropezando en las alturas y en los crucifijos
queriendo hacerse así dueños de todo.


Porque no hay canto que no perezca en madrugadas frías
siento el impulso de cantarlos todos,
de rasgarlos con mis dientes claros,
    de vivir la espera cobijado de arbustos y aguardiente.
Reside en mí, sobre el aquí el impulso de tocarlo todo,
   de vaciar en mis bolsillos lo viejo y agotado,
caminar todas las calles de la historia ajena,
de cifrar lo indescifrable, gota a gota, en el golpe de una noche pasajera
 de cartografiar cada resquicio en donde haya dejado el viento sus haciendas;
      es el sólo impulso de morar el polvo y permanecer limpio,
de tomar lo que duerma en el alcance de mis manos,
 de asumir que nada cambia, sólo las rutas que hacen de cada instante
    un comienzo nuevo.

Algo en mí le teme a los otoños
       es escaso, periférico y cobarde como tren huyendo.
Algo en mí aún no despierta por completo, vive a duermevela
                           y al tornarme dice entre suspiros: nada.


El terror es esa fuerza que genera la caída de los puentes,
   es justo lo necesario para acercarse hacia las ciencias,
tratando de reconquistar a los volcanes
  en el tratado que hacen los hombres con sus ancestros.
Mis ojos andan con prisa por estos campos
 queriendo inventariar colores y reflejos en el iris,
               el impacto de las redes siderales en la frente,
y entonces se lamentan
          cuando ven las mariposas perder la guerra en contra de las hojas secas,
tropezando con cultivos de camiones
queriendo asirse así a los últimos vitrales.


Descansa aquí, sobre de mí el impulso de tocarlo todo,
de pintar los muros transparentes,
  y escribir poemas largos como el tiempo
  aquel en que las leyes me impedían escribirlos.
                                                                             Punto



El Impulso de Dejarlo Todo Atrás


¿Cómo se vive el fuego cuando se apaga?
 Cuando se tiene que abandonar lo que en tantos años se ha logrado.
            Erase una vez la magia, que llegaba a las ciudades
cuando llovía y llovía durante días. Yo dejaba atrás todo
cuanto me pertenecía, por un impulso, por una búsqueda que no termina.
Todo eso con lo que crecí, todo lo que amé y me fue amado,
todo lo aprendido, todo lo enseñado,
me fui desprendiendo de ello, sin darme cuenta,
              sin tener un ápice de conciencia.
La muerte llega cuando se tiene el corazón henchido de
  escarceos y vivencias, no cuando se es rico,
pleno, logrado, sabio o terminado.
   Nos vamos, no antes ni después,
sino en el momento justo
                   en que nos hemos llenado de lo necesario.
  Hoy sé que soy lo que soy no por lo acumulado,
    sino por todo lo que he perdido y que aún sigo extrañando;
soy la suma de lo desertado, de todas las experiencias
                                     que he rechazado, de todo cuanto me ha abandonado.
              Dentro de nada habré perdido hasta esto último que me queda
     que es la voz eterna, inmortalizada en estas letras,
y al haberme perdido todo, seré de nuevo parte importante
   de lo inmenso e imperecedero, del universo que imagino.
Pronto aprendí que las cosas valen
  el precio justo que nosotros mismos queremos darles,
por eso obedezco a este impulso,
  dejo todo atrás, levanto la frente,
           y conservo, por ahora, mi parte.
                                                                 Punto



Mario Z Puglisi (Guadalajara, Jalisco 1980), poeta y editor independiente. Es fundador y director de la revista cultural Meretrices. Ha publicado en muchas revistas de México y de otros países.

Los asesinos -Hernest Hemingway

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CUENTO DE ERNEST HEMINGWAY

Los asesinos 





La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces por qué carajo lo pones en la carta?
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tienes algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que eres un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
-Está bien -dijo George.
-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Dile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
-Sam, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.
-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí estuviste tú.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló:
-Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.
-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.
-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. Ya no quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.
-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.
-Si no quieres no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasa.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pueda hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeron en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, Sra. Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la Sra. Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Sra. Bell.
-Bueno, buenas noches, Sra. Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.
-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.


Fuente: 
© Apocatastasis.com  Los asesinos, de Ernest Hemingway